The Mindblowing Trapo
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Tengo un problema desde hace rato. En realidad, es al mismo tiempo algo bueno y algo malo: cuando tengo la mente ociosa, me pongo a pensar. Muchos me dicen que deje de hacerlo porque me pongo mal pero como soy tan contrera (?) en vez de ocupar ese tiempo decidí integrar un círculo de filosofía en la universidad. En definitiva, el remedio fue peor que la enfermedad. Dentro de estas reuniones sabatinas nos dedicamos a leer las diversas posturas tántricas filosóficas de diversos autores. Si bien hemos empezado relativamente hace poco (llevamos como 5 o 6 reuniones apenas) ya pudimos deleitarnos con los puntos de vista de personas como Merlau-Ponty, un poco de Sartre y últimamente Heidegger. Este último autor es el que me inspiro a escribir este ensayo (bah, ensayo de ensayo, mejor dicho)
En fin, la mayoria de nosotros, por definición, conocemos que la filosofía es el amor al saber, al menos desde su etimología griega. Mas dentro de amar al saber nos encontramos con millones de temas, puntos de vista, verdades y aristas que hacen muchas veces que el acto de filosofar se torne o un viaje tenue por los pensamientos o una marcha intangible, tediosa y larga que al final nos causa solo más confusión y frustración.
La filosofía abarca muchos aspectos, quizás hasta poco ortodoxos. Por ejemplo, ¿son las cosas lo que son por si solas o somos nosotros los que le damos su esencia? En principio la pregunta parece ser muy profunda, pero cuando lo aplicamos a objetos tan cotidianos y triviales como un trapo de piso puede perder algo de ‘seriedad’ para el lector. De todas maneras, ¿es el trapo de piso por si mismo lo que es? ¿O solo al utilizarlo o al pasar por nuestra presencia o acción lo es? Podríamos hacer ropa de él, podríamos usarlo como servilleta o hasta podríamos colgarlo en la sala como si de una pintura se tratase, pero seguiría siendo, en esencia, un trapo.
Es ahí donde entramos a pensar que para otras personas, con otros puntos de vista, con otras visiones, valores y cultura, puede decirnos que el trapo “representa el trabajo doméstico arduo que realizan las amas de casa todos los días, trabajo que no es recompensado. En sus fibras llenas de tierra se encuentra el tiempo dedicado por aquellas que no siempre reciben la recompensa que se merecen ni el agradecimiento que deberían tener”. Tomando como verdad también esto y considerando que para poder filosofar debemos abrir la mente (o mejor dicho, olvidar todo lo cierto que creemos), podríamos decir que el trapo no es un trapo, sino una representación de algo más magnánimo y de mayor expresión artística y sutil. Entonces, ¿es nuestro objeto algo de mayor valor a través de esta expresión o sigue siendo algo trivial? E independientemente de la respuesta, ¿qué es al final el trapo en sí?
Nuevamente caemos en una conjetura, pero esta vez mucho más abierta y amplia que la primera. Si la idea primaria fuese que el trapo es un simple pedazo de tela utilizado para limpiar y otra idea sugiere que sea la representación del trabajo doméstico, siendo ambas ciertas, ¿por qué no podría ser otra cosa? De hecho puede serla, puesto que, como habíamos dicho anteriormente, los puntos de vista y las ideas que nacen del análisis son infinitas, podríamos decir que el trapo (o al menos lo que podemos pensar de él) también es infinito. Y si hasta un mísero trapo puede ser infinito, ¿por qué no el resto de las cosas? Es aquí donde damos cuenta de los límites (o mejor dicho, de la ausencia de límites) con respecto a la filosofía.
Es así que también podemos cuestionar cual es el verdadero valor de las cosas. Dejando de lado nuestro ejemplo frívolo, podemos utilizar otro que sea más visualmente atractivo, como las obras de Van Gogh. Vincent Van Gogh fue un pintor holandés que vivió 37 años en la segunda mitad del siglo XIX. Fue autor de más de 900 cuadros, (entre ellos 27 autorretratos) que lo convirtieron en uno de los principales exponentes de postimpresionismo. Con semejante referencia podríamos pensar que Van Gogh pudo disfrutar de la fama que le otorgaron sus pinturas. No obstante, aquel que conoce su vida puede decir que no era un hombre de dinero precisamente. Se sabe que en toda su existencia solamente llegó a vender tres cuadros, por módicas sumas de 400 y 250 francos franceses de 1888.
Fue recién después de su muerte que sus obras fueron reconocidas, admiradas y catalogadas como obras de arte maestras. Es más, en noviembre de 1987, su obra Lirios fue subastada por un valor de 53,9 millones de dólares y luego, en mayo de 1990, su Retrato del Doctor Gatchet alcanzó un récord de 82,5 millones. Hoy por hoy, sus obras son por las que se han pagado más en el mundo. Entonces, ¿cuál es realmente el verdadero valor de sus pinturas? ¿Por qué cuando estaba vivo solo pudo vender 3 a menos de 1000 francos y hoy día por dos de sus obras se han pagado más de cien millones de dólares?
Las ciencias económicas llaman a esto el valor subjetivo de las cosas y también habla de la influencia de la escasez de los recursos con las que fueron hechas dichas pinturas. Ambas hacen que el valor de ellas, al menos en términos económicos y medibles, se dispare increíblemente. En esencia su explicación nos llega a satisfacer, pues tengamos en cuenta que, con los métodos de hoy, fácilmente podríamos “clonar” Lirios o el Retrato, siendo nuestras copias exactamente iguales. Pero no tendrían el mismo valor porque no tienen esa historia, no son del siglo XIX y muchos menos fueron pintadas por el mismo Van Gogh.
De todas maneras, ¿por qué una u otra cosa tiene más valor que aquello? ¿Existe un valor absoluto por el cual todo es medible o somos nosotros los que le damos importancia a todo? Pues, no es lo mismo el agua para el que muere de sed que para el que muere ahogado. Para el primero es vida, para el segundo es muerte.
Hemos visto que las cosas son lo que son y tienen cierto valor solo si nosotros se lo damos. Para entender mejor esto podemos ver la perspectiva de Alsycamps tanto de Van Gogh como de Paul Gauguin. Dos cuadros distintos del mismo escenario, pintados ambos en 1888. Ambas consideradas cuadros representativos. Por tanto, ambas consideradas verdades de la misma cosa, del mismo tema, del mismo lugar. Así, yendo aún más lejos, indagamos acerca del sentido de la cosas y hasta de la vida misma, llegando a una pregunta que alguna vez nos habremos hecho: ¿tiene la vida un sentido o le damos nosotros el sentido?
Todo lo que fuimos analizando hasta aquí puede definirse como la búsqueda por la verdad de las cosas pero a lo único que hemos concluido es que no hay una sola verdad sino que existen un número infinito de ellas. Entonces, ¿esa verdad que buscamos no existe porque cada uno tiene la suya? ¿No sería entonces infructuosa nuestra búsqueda? ¿Infinita? ¿Interminable? Sabemos que al existir puntos de vista contrarios al nuestros normalmente expresamos nuestra disconformidad, la cual bajo este punto que tratamos puede entenderse como encerrarse en nuestra verdad, dejando de lado la otra. La verdad en la que nosotros creemos, por tanto, no es suficiente, o al menos es solamente suficiente para nosotros mismos. Los límites son necesarios para que la verdad nos satisfaga.
A partir de ello, ¿es realmente todo relativo e ilimitado, infinito? ¿O así lo configura la mente? Nos preguntamos de nuevo, como entrando en un círculo vicioso donde enérgicamente buscamos una salida: ¿las cosas ya son o les damos su ser, su razón de ser? Fueron creadas o inventadas por el hombre para cumplir una función pero ¿es esa función lo único que los define? ¿Las cosas, es decir, todo… es simplemente lo que es y la realidad es también lo que es o nosotros la configuramos para poder apreciarla, sentirla, disfrutarla, analizarla y vivirla?
Y si realmente (rejuntando todo lo dicho en párrafos y párrafos) fuese pensar una búsqueda infructuosa sin resultado definido, encontrándonos con verdades infinitas y relativas, ¿no sería ese pensar considerada una actividad realizada por mero placer o necesidad personal? La misma no nos retribuye en una manera tangible o hasta negociable si se puede decir; casi diríamos que nos conduce a la nada o lo mismo; o quizás a una mejor comprensión de la infinidad. De todas maneras, no pensamos esperando algo, sino que pensamos porque está en nosotros querer descubrir, vivir y sentir nuestros pensamientos. Es por ello que la filosofía es amor al saber: no nos conduce a algo pero lo hacemos porque nos lleva. No es realmente necesario para la vida…
La filosofía es simplemente el placer de no encontrar una respuesta.
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