Lo que hacemos por amor (a la música)
Cuando era chiquita, mi mamá (que es docente) y yo visitamos a un colega suyo -profesor de música- que se había mudado cerca de nuestra casa. Recuerdo que tenía en su salita una guitarra, un arpa, un diapasón, muchos papeles, una flauta dulce, entre otras cosas. Él me sorprendió observando la flauta dulce y me preguntó si quería aprender, a lo que respondí que sí. Así que comencé a visitarlo todos los sábados durante varios años, me enseñaba a ejecutar el instrumento, a leer partituras y la teoría básica para comprender lo que estaba haciendo. Hasta que llegó un momento en que me dijo, con notable frustración en el rostro, que ya no tenía nada para enseñarme. Y es que yo absorbía todo como una esponja y demandaba cada vez más.
Él me sugirió entonces continuar estudiando música y probar con la flauta traversa. Lo conversamos con mi mamá y ella accedió, así que nos pusimos a buscar un sitio, pero lamentablemente ya era tarde para probar en el Instituto Municipal de Arte (IMA) y en el Conservatorio Nacional de Música (CONAMU), ya que ambos ya habían cerrado el período de admisión. Unos meses después comencé a estudiar de forma particular con otro colega de mi mamá que era flautista, y asistí a clases con él durante seis meses. En ese entonces yo tenía diez años y demostraba una gran facilidad para el instrumento (algo de lo que no era consciente en ese momento), y hasta tuve mi debut en un festival del colegio, una musiquita sencilla y breve con acompañamiento de piano. Nunca olvidaré esa noche.
Al año siguiente (2012) ingresé al CONAMU y estudié allí durante seis años. Fueron los mejores años de mi vida, durante los cuales desarrollé un vínculo muy íntimo con la música, la cual se convirtió en una parte fundamental de mi vida, ya que aprendí a sentirla, comprenderla y explorarla de maneras diversas. Aunque luego la vida y mis decisiones me llevaron por otro camino, la música quedó siempre como parte indispensable de mi día a día, y me convertí en adepta de algunos músicos y bandas contemporáneas.
Esa es la forma en la que la música hizo mella en mi, aunque hay montones de formas distintas. Y lo que tenemos en común todos lo que somos fans incondicionales de alguna banda, es el amor que despierta en nosotros sus composiciones, sus sonidos, sus letras. Y por ese amor, estamos dispuestos a pasar un montón de vicisitudes, penurias, críticas y aventuras con tal de poder acercarnos a ellos. Sólo quien haya olvidado un terrible dolor de pies con la adrenalina de un concierto que esperó durante horas o día, o quien haya sentido derretirse por dentro al conocer cara a cara a su artista favorito podrá comprender de lo que hablo.
Recuerdo que el mejor concierto de mi vida, el más inolvidable, fue el de Dead Can Dance, el 6 de diciembre del 2012 en Buenos Aires. Ese concierto fue sumamente notable por varios motivos: en primer lugar, la banda legendaria, formada en 1981 y disuelta en 1998, no daba señales de volver a unirse, aunque hicieran una gira mundial en el 2005 (sin haber presentado ningún tema nuevo). Estaban separados y punto, verlos en vivo era una posibilidad inexistente, era como pedir que Mozart resucitara. Hasta que me llegó la noticia milagrosa: ¡estaban grabando un nuevo disco! Y oh, bendito cielo, ¡harían una gira mundial! Casi me caí de mi silla, literalmente, y a medida que anunciaban las fechas y lugares de la gira, esperaba con ansias que confirmaran en algún país cercano. Y llegó la confirmación: Buenos Aires. Recuerdo haber estado muy mal económicamente en ese momento, pero mi ansiedad y emoción podían más. Saqué dinero de donde podía y me aventuré con lo justo, era quizá la única oportunidad que tendría en mi vida de verlos y escucharlos en vivo, muy cerca de mi.
En segundo lugar, no tenía cómo comprar la entrada desde Paraguay. Mi plan era comprarla ese mismo día en una disquería del centro de Buenos Aires, pero no pude hacerlo. Hice fila durante horas frente al teatro, y ahí en boletería las venderían recién cuando habilitaran el acceso al concierto. No podía más con la ansiedad que amenazaba con convertirse en desesperación. Hasta que, minutos antes de que nos dejaran entrar, viene un señor de la nada y me pregunta si quiero comprarle una entrada, que “era para un amigo suyo que no apareció” y no sé qué más. Me mostró en su teléfono la confirmación de compra y comprobé que eran auténticas, así que cerramos el trato. ¡Y listo! Conseguí entrar primera de todos, me compré una remera de la gira (que llevo puesta mientras escribo esto) y fui a ocupar mi lugar en la valla, frente mismo a ellos, contando los segundos para que comenzara el concierto.
En tercer lugar: fue un día infernal. IN FER NAL. Primero, iba a quedarme en lo de una amiga a dormir, pero no íbamos a poder vernos hasta después del concierto, así que el plan era deambular con mi mochila por Buenos Aires, comprar mi entrada y esperar frente al teatro. Sencillo, sin complicaciones. Pero no, el universo tenía preparado el peor día posible para mi, aunque eso no minó mi ánimo (aunque sí me agotó bastante, mental y físicamente). Luego de comerme el viaje de 18 horas en bus, llegué a la capital temprano por la mañana. Estaba muy fresco y se sentía en el aire un olor asqueroso como a algas podridas, lo cual era extraño pero no me alarmé tanto. Estaba algo nublado pero tampoco me pareció raro. Tonta de mi.
Di un par de vueltas por el centro y después se me ocurrió ir hacia el teatro (Vorterix) a hacer hora mientras llegaba el momento de ir a la disquería. Cuando me acerqué la boca del subte para volver hacia el centro, encontré la boca cerrada: nada entraba ni salía de allí. Extrañada, varias personas y yo nos acercamos a un policía y el mismo nos informó de que un gran perímetro del centro se había cerrado. El olor apestoso continuaba, y resultó ser que ese hedor era causado por desperdicios tóxicos que se habían derramado en el puerto de Buenos Aires. Y para completar, se vinieron unas lluvias cada vez peores. Luego de haberse cerrado el centro, llovía intermitentemente y cada vez duraban más y eran más fuertes. Era el caos, el fin del mundo, un diluvio total, Buenos Aires se inundó. Me refugié en un barcito a almorzar algo y miraba las noticias en el televisor del local sin poder creerme lo que estaba viviendo.
Obviamente la opción de la disquería estaba descartada, porque estaba dentro del perímetro cerrado, y las lluvias torrenciales que inundaron gran parte de la ciudad tampoco ayudaban. No me quedó opción que acercarme como podía al teatro para esperar ahí. Mi desesperación aumentaba a medida que el clima empeoraba, tenía que caminar como podía por 15 cuadras para llegar al local. A medio camino me quedé en una cafetería a tomar algo caliente y cambiarme de ropa, porque era imposible seguir empapada. Estuve un par de horas esperando que mejore un poco el clima y seguí camino, aunque seguía lloviznando y las calles estaban repletas de agua. Llegué a eso de las 14 horas al teatro y se me cayó el alma a los pies al saber que las entradas se venderían recién a la hora del ingreso, que era recién a las 19hs. La única opción era quedarme a hacer hora desde ya.
Medianamente entera, me instalé en el hall del teatro (que por suerte tenía techo) a mirar los momentos más furiosos de la tormenta: la calle y la vereda frente al teatro estaban completamente inundadas, era difícil de creer. En esos instantes ya estaba anestesiada y vivía de manera ausente lo que estaba pasando. Mi única certeza era que esa noche vería en vivo a Dead Can Dance, costara lo que costara, sin importar las penurias que tenía que pasar. Un par de personas me hicieron compañía, charlamos, me dieron ánimos y trabamos amistad, de a poco pasaron las horas, casi las más largas de mi vida.
Cerca de las 17 horas tuve un respiro celestial: llegó la banda al teatro para la prueba de sonido. Los vi pasar rápidamente a un metro de mi, sin contacto visual, sin saludos (ellos son bastante reservados), y ese instante me devolvió a la tierra y me dio la certeza de que lo que estaba viviendo era real. Escuchamos la prueba de sonido desde el hall y quedamos maravillados. De a poco mejoró el clima y empezó a llegar la gente, que formó fila detrás de nosotros. Luego pasó lo que ya saben, me ofrecieron la entrada y el resto es historia.
Y en cuarto y último lugar: el concierto en sí. Un lugar pequeño, íntimo, con personas maravillosas a mi alrededor, y muy cerca de los músicos de una de mis bandas de cabecera. Cuando comenzó el concierto me olvidé de todo: de los contratiempos de película, de casi no haber podido comprar mi entrada, de la lluvia, mis pies y espalda doloridos, de todos los temores que pude haber tenido, de la ansiedad. Solamente sentí un alivio y amor tales que me sentí flotando en miles de partículas de luz durante todo el concierto, grabando en mi retina las sonrisas de agradecimiento que Lisa Gerrard nos dirigía a todos y una en particular para mi. El momento más mágico de mi vida.
Hay cientos de detalles que excluí, y otras varias anécdotas de otros conciertos, por ejemplo cuando conocí a Anneke Van Giersbergen o los líos que tuve para ir al concierto de Roger Waters – The Wall. Pero esta historia es para que vean lo que estamos dispuestos a hacer por amor a la música, por un momento donde somos parte del cielo, donde nos sentimos tan henchidos de felicidad que tememos explotar. Sé que muchos me acompañan en el sentimiento. La música es motivo y motor de grandes pasiones, de grandes actos de amor, de sacrificios y recompensas. Y lo mejor de todo: nos sentimos más vivos que nunca al cumplir nuestros sueños.
Les agradezco por leer y les pido que compartan sus anécdotas en los comentarios, siempre es interesantísimo conocer las experiencias de otras personas. Keep on rocking!
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